En el tiempo que llevo escribiendo esta bitácora, la experiencia me dice
que las entradas más difíciles de elaborar son aquellas sobre esos destinos en
donde la belleza de los paisajes, claros protagonistas de este texto, sobrecoge
lenta y plácidamente los sentidos, los aglutina, los sacude y acaban por
abrumarse, saturándose como una solución de poco agua y mucho azúcar. Son los
lugares que acaban interpretando la película de nuestra vida y a los que se
recurre en cuanto se presenta la mínima oportunidad. Imágenes que evocan a un
paraíso terrenal, de donde las grandes productoras americanas de cine deben
inspirarse para crear sus increíbles mundos de dinosaurios, criaturas azules,
gente perdida tras accidentes aéreos y náufragos. Auténtico reto y motivación
para mi limitada habilidad literaria, obligada a transmitir, guiada en cada
momento por la imaginación y los bellos recuerdos.
Una escapada a La Gomera y a Tenerife, isla natal de mi compañera de
viaje en esta ocasión, generosa, empática y aventurera como muy pocas.
Agradecimientos recíprocos por un viaje que apuesto permanecerá en mi retina
para siempre, porque como adelantaron Miguel Ángel Acero y Pedro Pablo Cerrato en su libro Las
Mejores excursiones por la Isla de La Gomera, prólogo principal de
preparación de mi viaje, “Así, quienes amamos recorrer mundos diferentes,
quienes nos sentimos como parte de la Naturaleza, añoramos sin duda la belleza
solitaria y serena, agreste y cambiante; y es que decir Gomera (y yo incluyo,
con permiso, Tenerife) es soñar en el paraíso”.
Llegando al aeropuerto del norte de Tenerife, quizás no haya mejor
bienvenida a la isla que compartir un atardecer en El Sauzal, y más
específicamente en un área acantilada convertida a remoto parque, únicamente
conocido por los locales, en la que se asentaba una barriada, desafiando las
leyes de la gravedad. Muy cerca, piñas coladas de cara al crepúsculo en el
Sunset, un chill out bar de libro, y queso frito con mojo, verdes neones y
cócteles gigantes en Tasiri, una espectacular terraza sobre el mar en la zona
de Las Caletillas.
Testigos del amanecer en Santa Cruz, con el amarillento sol iluminando
cada casa a su paso, nos dirigimos al Puerto de los Cristianos, en el sur,
donde ya La Gomera se muestra imponente y aparentemente inofensiva a lo lejos,
envuelta en un fino papel de neblina y distancia. Cincuenta minutos después,
bajo el cielo despejado, la circular isla colombina nos daba la bienvenida con
el picudo Teide presente a nuestras espaldas, como casi durante toda la ruta,
advirtiéndonos de que, a nuestro retorno, en sus laderas nos esperaría el gran
espectáculo visual del mullido colchón de nubes.
Los primeros minutos en el coche tras abandonar el puerto de San
Sebastián de La Gomera, la pequeña capita,l ya nos sumergieron en el mundo de
curvas que nos acompañaría sin piedad serpenteando la isla con forma de papel
arrugado, similitud que entendí una vez dentro de las grietas de dicha hoja.
Desde el Alto del Contadero, el punto más alto del islote que también podría asemejarse
a un exprimidor de naranjas, el Alto del Garajonay, cuna de historias y
leyendas, e intensamente verde tras resurgir de sus cenizas, aguarda, tras una
caminata de escasos tres kilómetros, solitario, ofreciendo vistas de toda la
isla y de otros tesoros del archipiélago canario como La Palma o El Hierro.
Sin
duda, el siguiente sendero al que, inocentes e ilusionados, accedimos,
supondría el punto fuerte, y la locura al mismo tiempo, del corto viaje. Desde
El Cercado, alfarero de tradición, hasta la nudista y oscura Playa del Inglés,
cinco kilómetros descendiendo por el barranco del Valle Gran Rey y siete
kilómetros por carretera pusieron ante nuestros atónitos ojos, quemada piel y
duros gemelos, los caprichos que la Naturaleza decidió permitirse en esta isla
de ensueño. Terrazas y formaciones rocosas imposibles se sucedieron hasta
divisar la carretera más abajo, diminuta, que, entre palmerales y coloridos
pueblos como La Vizcaína, Hermillo, Chelé o Los Granados, entre otros, zigzagueaba
sutilmente hasta la playa, al final de un precioso y abrupto valle, cuyo final
no parecía llegar. La mejor y más familiar ensalada campera del mundo para
retomar fuerzas, agujetas para días, imágenes para toda la vida. Agotados, y rodeados
de un entorno mágico, como su dueña, las logradísimas casas rurales del Jardín De Las Hayas, extremadamente recomendable, nos acogieron de forma idílica,
acompañados del silencio más absoluto y el naranja atardecer detrás las nubes.
Galletas clásicas en Arure para un nuevo desayuno camino de la empedrada
Playa Alojera, prácticamente impracticable a la par que bella, localizada en el
extremo noroeste de la isla, escondida al fondo de una inmensa pared de piedra
en la que el pasado talló un minúsculo pueblo pesquero en tonos blancos y azules, actualmente
casi abandonado, donde los gatos y la brisa campan a sus anchas y las olas al romper desgarran
el silencio. Con los gemelos duros como el asfalto, el ascenso a la base del
Roque Cano, en la florida localidad de Vallehermoso, se quedó en una valiente
intentona de caminata hasta la parte más alta del pueblo, desde donde pudimos
observar el peñón más de cerca. Con el estómago pidiendo su turno, el municipio
de Agulo culminó la aventura con sus viejas callejuelas de colores, parcelas de
plataneros, vistas de postal y sobresaliente comida típica de la región en el
restaurante Vieja Escuela. Almogrote, chocos y atún en salsa de mojo para
saciar un nuevo sentido, el único pendiente a esas alturas.
Al igual que hice con el azulejo en Lisboa, las flores han llamado esta
vez mi inquieta atención y la de mi recién estrenada cámara fotográfica, pues
considero que el exotismo y atractivo de la flora de un lugar determinan en
gran medida el encanto del mismo. La vegetación floral de La Gomera, y creo que
la del resto de las islas que forman uno de los archipiélagos más maravillosos
del universo, es como describir a la mujer ideal, de hermosura salvaje pero
suave, con carácter, luminosa, intensa, cautivadora y de vivos colores.
A nuestro retorno, el atardecer reflejado en la mística Montaña Roja del
Médano, convertida a naranja por un rato, cerveza pirata en mano, los productos
de la tierra en los ruidosos salones del caserío que aloja uno de los mejores
restaurantes de Santa Cruz, La Hierbita, y un poco de parranda canaria entre
Bulán, La Suite e Isla de Mar precedieron a otro día para el recuerdo en el
Teide, lleno de aprendizaje y en reveladora y perfecta compañía, sin quitar la
mirada de la tez blanquecina de las nubes de algodón que sostienen el castaño cabello
de las lomas del volcán, cuando las condiciones lo permiten, en una estampa
única, incomparable. Más arriba, ya a pies de la montaña, el infinito valor
paisajístico y botánico de la zona libera toda su esencia volcánica, con la aparición
de la famosa tarta de sedimentos y la sucesión de calderas volcánicas,
tajinastes, lava solidificada y eternos valles. Dulce tensión reservada para el
final de vuelta en el coche y más dulces cafés de aeropuerto que sólo ponían la
guinda a un fin de semana inolvidable. Un nítido hasta pronto.
Y, por
acabar por el principio, para animarme a volver lo antes posible, norte o sur, afirmo
que las respuestas y el paraíso están mucho más cerca de lo que creemos.
Saludos viajeros,
Saludos viajeros,
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